El emir almorávide Yusuf regresó a África a finales de 1097 o comienzos de 1098 tras haber obtenido la importante victoria de Consuegra. Este año comenzó con cierta tregua en las actividades bélicas musulmanas: ni Muhammad ibn Aisa, gobernador del Levante, ni Ibn al-Hach, que lo era en Córdoba, iniciaron campaña alguna este año.
Sin embargo el caíd almorávide de Játiva Abu-l Fath había tomado posesión de Murviedro (actual Sagunto), una impresionante fortaleza situada al norte de los dominios del principado Valenciano del Cid. Quizá los andalusíes saguntinos habían reclamado la protección almorávide ante la presión que ejercían las posesiones aragonesas de la Costa del Azahar en la actual provincia de Castellón (Montornés -cerca de Benicasim-), Culla, Oropesa del Mar o Castellón de la Plana, entre otras) y la del señorío de Rodrigo Díaz en el sur. Evidentemente, la llegada de los almorávides a Murviedro pasó a suponer una amenaza para el Campeador, que desde Játiva y Alcira en el sur y Sagunto al norte, se encontraba atenazado por fuerzas almorávides.
Ante esta situación el Cid resolvió sitiar Murviedro, pero las tropas de Abu-l Fath se desplazaron a Almenara, diez kilómetros más al norte. Allí fue en su persecución Rodrigo, que puso cerco a este castillo. Tres meses después, a fines de febrero o comienzos de marzo de 1098, se rendía por capitulación, con lo que los defensores pudieron escapar libres. Allí ordena el Cid construir una iglesia dedicada a la Virgen. La decisión de mandarla edificar, en lugar de convertir una mezquita en templo cristiano, muestra la voluntad de consolidar estos dominios dentro de su principado con vistas a su perpetuación futura.
Organizada la población, regresó a cercar el extenso castillo de Sagunto, hostigando la ciudad y apretando estrechamente la población en las primeras semanas de marzo, con el fin de descartar para el futuro nuevas amenazas desde ese lugar. Cuando escasearon las provisiones, los sitiados pidieron una tregua al Cid de treinta días, durante los que pedirían socorro a otros magnates peninsulares, trascurridos los cuales rendirían la plaza. Pero ni el rey Al-Mustaín II de Zaragoza, ni el de la taifa de Albarracín, ni mucho menos Alfonso VI se mostraron dispuestos a auxiliar a Abu-l Fath. Solo el conde de Barcelona Ramón Berenguer II respondió a las llamadas de Murviedro, pues de allí había cobrado parias que le obligaban a su defensa. Pero evitó atacar directamente al Cid, temeroso de su poderío, y tras la experiencia de haber sido vencido por el castellano en dos ocasiones en Almenar y Tévar. Se limitó, por tanto, a intentar desviar la atención del Cid asediando Oropesa, entonces un enclave de Pedro I de Aragón, aliado de Rodrigo, pero el Campeador no le prestó la menor atención y continuó con su objetivo principal. Eso sí, hizo que le llegara la noticia al Fratricida de que iba a atacarle, lo que bastó para que el barcelonés levantara el cerco y emprendiera la retirada.
A fines de abril cumplía el plazo para la entrega de la ciudad, mas los defensores solicitaron doce días más alegando que aún no habían regresado todos los emisarios que habían partido para solicitar ayuda de alguna potestad externa. Sin prisa, el Campeador les concedió esta ampliación temporal, pero advirtiendo que si cumplido este no se hacía efectiva la rendición, torturaría y quemaría vivo a quien capturara.
Entrado mayo Rodrigo volvió a solicitar la entrega de la plaza, pero los saguntinos rogaron una nueva dilación hasta Pentecostés, que ese año caía el 16 de mayo. El Campeador, pacientemente, replicó que no solo daba plazo hasta el fin de la Pascua, sino hasta la natividad de Juan el Bautista, el 24 de junio, pero, amonestó, que debían utilizar ese lapso para evacuar la fortaleza o de lo contrario pasaría a sangre y fuego a la población. No se dio así, pues llegada la festividad de San Juan el Cid entró en Murviedro. Pero sospechó que algunos de los que habían permanecido en ella se habían apoderado de los despojos de los emigrados, riquezas que solo a él pertenecían como derecho de conquista. Al no ser satisfecha esta demanda, Rodrigo Díaz ordenó capturar como esclavos a todos los musulmanes que quedaron y enviarlos a Valencia cargados de grilletes. En su nueva conquista mandó erigir una nueva iglesia con la advocación de San Juan.
Imagen: Sagunto, 1870, por J. Laurent (1816-1886).