domingo, 27 de junio de 2010

El Cid falsificado VIII: el segundo destierro

El primer semestre de 1087 encontramos a Rodrigo confirmando diplomas en la corte real de Alfonso VI, y en verano marcha hacia Valencia con el objeto de apoyar al reyezuelo Al-Qadir, cuyo trono se sostenía a expensas del rey de León, y ahora era hostigado por una coalición de Al-Mundir de Lérida, Tortosa y Denia, y Berenguer Ramón II el Fratricida. El Cid, por su parte, buscó la colaboración con sus viejos amigos los reyes hudíes de Zaragoza para marchar juntos a apuntalar el gobierno de Al-Qadir.

Aunque consiguieron rechazar la coalición leridano-barcelonesa, Al-Mundir tomó la imponente fortaleza de Murviedro, hoy Sagunto, para desde allí seguir amenazando la capital del Turia. El Campeador marchó a Castilla para tener consejo con su rey Alfonso y a su vuelta la situación del régulo valenciano era delicada: el Conde de Barcelona sitiaba la ciudad, apoyado por la guarnición leridana de Murviedro.

Frente a ella acampó el Cid en Torres Torres y comenzó a negociar con Al-Mundir, a quien seguramente pagaría una buena cantidad de dinero (probablemente traída de su reciente entrevista con el poderoso rey Alfonso VI) a cambio de cancelar su alianza con Berenguer Ramón II, privándole de apoyo logístico. Es de pensar que el pacto alcanzado entre Rodrigo y el rey de Lérida llegara a conocimiento del barcelonés y, al verse aislado, negociara con el Cid su retirada a cambio de no ser atacado. Sin duda el catalán recordaría el mal trago pasado de su derrota y cautiverio a manos de Rodrigo en Almenar siete años atrás. Sea como fuere, el Fratricida levantó el cerco sin que Rodrigo lo tuviera que combatir.

Cumplida la misión, era el momento de recoger los frutos. La feraz Valencia y su rey, agradecidos, recompensaron generosamente al Cid; así lo hicieron también otros señores del Levante, que pagaban así las tasas del protectorado de Alfonso VI.

En tanto que el Cid recorría aquellas tierras, adquiriendo un conocimiento de la zona que sería decisivo en el futuro, Alfonso VI es urgido a defender la posición avanzada que mantenía en Aledo: un promontorio casi inexpugnable, quebradero de cabeza para los andalusíes, quienes llamaron al poderoso emir norteafricano para su reconquista.

Así pues, en 1088 Alfonso VI ordena a su vasallo que acuda a reunirse con su mesnada en Villena, para avanzar juntos al socorro del castillo murciano. Pero el encuentro falló. Acampado el Cid en Onteniente, el ejército real le había sobrepasado llegando a Hellín al tiempo que Ibn Tasufín, ante las discordias de los régulos taifas y la enemiga directa del distrito de Murcia (que no aceptaba el dominio integrista almorávide), optaba por la retirada temiendo el ataque castellano-leonés. El caso es que Alfonso VI entendió que Rodrigo había evitado acudir al llamado de su rey, y lo condenó por traición a un segundo destierro con la consiguiente revocación de las honores o tenencias que le habían sido concedidas.

Lo común ha sido siempre exculpar al Cid, pensando que tan fiel vasallo (en línea con la idea heroica creada por el Cantar de mio Cid) no podía haber fallado a su señor, y la interpretación tradicional es que el Cid no consiguió saber dónde se encontraba el ejército real. Es una explicación bastante dudosa, pues un ejército como el de León y Castilla en marcha no podía pasar desapercibido, menos para un experto campeador como Rodrigo, acostumbrado a moverse continuamente y con un sentido estratégico de las posiciones de los ejércitos muy bien entrenado.

Quizá, como conjetura, las sabrosas parias recibidas de los ricos reyezuelos valencianos eran un botín demasiado apetecible; sus caballeros debían recibir el pago de esta campaña. De hecho, se sabe que, conocida la noticia de la caída en desgracia del Cid, muchos de sus caudillos liquidaron su servicio a Rodrigo y marcharon a sus solares. Fuera una traición de Rodrigo a su rey o un desafortunado malentendido, el Campeador sufrió un segundo destierro cuyas causas (de creer la versión regia) eran bastante infamantes para el noble castellano. Y este nuevo castigo fue oportunamente silenciado por las fuentes más propiamente castellanas que, desde fines del siglo XII, comenzarían a ensalzar la figura legendaria del héroe: la Crónica najerense, la Leyenda de Cardeña, la Estoria de España y su versión de la Crónica de veinte reyes.

viernes, 4 de junio de 2010

El Cid falsificado VII: últimos años en Saraqusta

Gracias a las victorias del Cid sobre el conde de Barcelona, el rey de Aragón y el rey taifa de Lérida, el segundo semestre de 1084 sería de placentero disfrute en Medina Albaida Saraqusta. La corte de Al-Mutamán ultimaba los preparativos de una sonada boda: la de su hijo y heredero Ahmed ibn Mutamán al-Mustaín II con la hija del rey taifa de Valencia, Abu Bakr. El enlace, preparado con exquisito cuidado por el visir judío Ben Hasdai, se celebró en Zaragoza el 26 de enero de 1085 como una cumbre al más alto nivel de todos los reyes taifas de al-Ándalus.

El Campeador, adalid de la taifa saraqustí, sería uno de los principales invitados. Esta boda debía consolidar el protectorado que Zaragoza ejercía sobre Valencia desde las conquistas de 1076 del gran Al-Muqtadir. Pero la suerte fue aciaga: el 4 de junio moría el rey valenciano, sucediéndole su hijo Utmán, y a comienzos de 1086 se producía el deceso de Al-Mutamán, el impulsor del matrimonio. Al-Mustaín II fue entronizado como rey de Saraqusta. Por su parte, tras entrar triunfalmente en Toledo el 25 de mayo de 1085, Alfonso VI de León, por medio de la acción de uno de sus mejores capitanes, el sobrino del Cid Álvar Fáñez, colocaba en el trono valenciano al ex rey toledano Al-Qadir y arrebataba a Zaragoza el dominio sobre Valencia.

En la primavera de 1086 el mismo Alfonso VI sitiaba Zaragoza con la intención de cobrarle parias al rey Al-Mustaín II. El asedio se prolongaba en el verano de este año. La situación empezaba a ser preocupante: si también la Ciudad Blanca caía, Alfonso VI enseñorearía por completo las tierras de España. Y aquí viene el gran interrogante ¿qué hizo Rodrigo? No consta ninguna acción suya en este delicado trance. Debería disponerse a defender Saraqusta, pero no hay ni rastro de su proceder. La tensión se resolvió finalmente debido a que el rey taifa de Sevilla, Al-Mutamid, se decidió al fin, tras la decisiva pérdida de Toledo, a solicitar el auxilio de los nuevos defensores de la ortodoxia islámica: los almorávides, que, cruzando el estrecho, avanzaron hacia el norte a través de la Taifa de Badajoz. Alfonso VI se apresuró a interceptar a los africanos en Sagrajas, siendo estrepitosamente derrotado.

La posición del Cid en Zaragoza era incómoda. Muchos zaragozanos, enfervorizados por la llegada al rescate de al-Ándalus de la nueva ŷihād almoravid, albergarían muchos recelos ante la jefatura del castellano en el ejército musulmán. Por otro lado, y tras la reconciliación de Rodrigo Díaz con Alfonso VI a raíz de la catástrofe de Rueda de Jalón, ya referida en un capítulo anterior de esta serie, el rey castellanoleonés pudo haber hecho al Campeador una oferta irrechazable, porque necesitaba a un líder de valía en su ejército, ahora que se enfrentaba a tan temible enemigo en la figura del emir Yusuf ibn Tasufín. En efecto, tras nueve meses al servicio del rey Al-Mustaín II, Rodrigo recibía de Alfonso VI las tenencias u honores detraídas en 1081, y quizá algunas más: se le restituían o concedían los alfoces de Iguña (en la cuenca del Besaya), Ibia, Langa de Duero, Dueñas, Ordejón, Briviesca...

Lo cierto es que entre el 18 de diciembre de 1086 y el fin de ese año el Cid se encuentra en Toledo con Alfonso VI de León y de Castilla, y regresa a su estatus de magnate en la corte leonesa. Rodrigo Díaz el Campeador despedía así cinco años largos de paladín de los reyes musulmanes zaragocíes.