El primer semestre de 1087 encontramos a Rodrigo confirmando diplomas en la corte real de Alfonso VI, y en verano marcha hacia Valencia con el objeto de apoyar al reyezuelo Al-Qadir, cuyo trono se sostenía a expensas del rey de León, y ahora era hostigado por una coalición de Al-Mundir de Lérida, Tortosa y Denia, y Berenguer Ramón II el Fratricida. El Cid, por su parte, buscó la colaboración con sus viejos amigos los reyes hudíes de Zaragoza para marchar juntos a apuntalar el gobierno de Al-Qadir.
Aunque consiguieron rechazar la coalición leridano-barcelonesa, Al-Mundir tomó la imponente fortaleza de Murviedro, hoy Sagunto, para desde allí seguir amenazando la capital del Turia. El Campeador marchó a Castilla para tener consejo con su rey Alfonso y a su vuelta la situación del régulo valenciano era delicada: el Conde de Barcelona sitiaba la ciudad, apoyado por la guarnición leridana de Murviedro.
Frente a ella acampó el Cid en Torres Torres y comenzó a negociar con Al-Mundir, a quien seguramente pagaría una buena cantidad de dinero (probablemente traída de su reciente entrevista con el poderoso rey Alfonso VI) a cambio de cancelar su alianza con Berenguer Ramón II, privándole de apoyo logístico. Es de pensar que el pacto alcanzado entre Rodrigo y el rey de Lérida llegara a conocimiento del barcelonés y, al verse aislado, negociara con el Cid su retirada a cambio de no ser atacado. Sin duda el catalán recordaría el mal trago pasado de su derrota y cautiverio a manos de Rodrigo en Almenar siete años atrás. Sea como fuere, el Fratricida levantó el cerco sin que Rodrigo lo tuviera que combatir.
Cumplida la misión, era el momento de recoger los frutos. La feraz Valencia y su rey, agradecidos, recompensaron generosamente al Cid; así lo hicieron también otros señores del Levante, que pagaban así las tasas del protectorado de Alfonso VI.
En tanto que el Cid recorría aquellas tierras, adquiriendo un conocimiento de la zona que sería decisivo en el futuro, Alfonso VI es urgido a defender la posición avanzada que mantenía en Aledo: un promontorio casi inexpugnable, quebradero de cabeza para los andalusíes, quienes llamaron al poderoso emir norteafricano para su reconquista.
Así pues, en 1088 Alfonso VI ordena a su vasallo que acuda a reunirse con su mesnada en Villena, para avanzar juntos al socorro del castillo murciano. Pero el encuentro falló. Acampado el Cid en Onteniente, el ejército real le había sobrepasado llegando a Hellín al tiempo que Ibn Tasufín, ante las discordias de los régulos taifas y la enemiga directa del distrito de Murcia (que no aceptaba el dominio integrista almorávide), optaba por la retirada temiendo el ataque castellano-leonés. El caso es que Alfonso VI entendió que Rodrigo había evitado acudir al llamado de su rey, y lo condenó por traición a un segundo destierro con la consiguiente revocación de las honores o tenencias que le habían sido concedidas.
Lo común ha sido siempre exculpar al Cid, pensando que tan fiel vasallo (en línea con la idea heroica creada por el Cantar de mio Cid) no podía haber fallado a su señor, y la interpretación tradicional es que el Cid no consiguió saber dónde se encontraba el ejército real. Es una explicación bastante dudosa, pues un ejército como el de León y Castilla en marcha no podía pasar desapercibido, menos para un experto campeador como Rodrigo, acostumbrado a moverse continuamente y con un sentido estratégico de las posiciones de los ejércitos muy bien entrenado.
Quizá, como conjetura, las sabrosas parias recibidas de los ricos reyezuelos valencianos eran un botín demasiado apetecible; sus caballeros debían recibir el pago de esta campaña. De hecho, se sabe que, conocida la noticia de la caída en desgracia del Cid, muchos de sus caudillos liquidaron su servicio a Rodrigo y marcharon a sus solares. Fuera una traición de Rodrigo a su rey o un desafortunado malentendido, el Campeador sufrió un segundo destierro cuyas causas (de creer la versión regia) eran bastante infamantes para el noble castellano. Y este nuevo castigo fue oportunamente silenciado por las fuentes más propiamente castellanas que, desde fines del siglo XII, comenzarían a ensalzar la figura legendaria del héroe: la Crónica najerense, la Leyenda de Cardeña, la Estoria de España y su versión de la Crónica de veinte reyes.
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