Dotación del Cid a la catedral de Valencia, 1098 |
Tras casi cuatrocientos años bajo la calamidad del dominio musulmán, Dios suscitó en el nunca vencido príncipe Rodrigo el Campeador vengar el oprobio de sus siervos y propagar la fe cristiana, el cual, tras múltiples y extraordinarias victorias bélicas alcanzadas con la ayuda divina, conquistó Valencia, ciudad opulentísima por su número de habitantes y el esplendor de sus riquezas; y tras vencer increíblemente y sin sufrir bajas a un ejército innumerable de almorávides y otros infieles de toda España, procedió a convertir en iglesia la misma mezquita que los musulmanes tenían como casa de oración; y habiendo sido designado, según lo prescrito en especial privilegio, aclamado y elegido concorde y canónicamente, y consagrado obispo por manos del romano pontífice el venerable presbítero Jerónimo, Rodrigo enriqueció a la citada iglesia con esta dote de sus propios bienes. Año de la Encarnación del Señor de 1098.Se trata del único documento que se ha salvado del gobierno valenciano de Rodrigo Díaz, y se conserva en el archivo de la catedral de Salamanca, adonde llegó con el obispo Jerónimo tras verse obligado a abandonar la sede episcopal valenciana en 1102 por la renuncia de Jimena, la viuda del Cid, a su señorío, aconsejada por Alfonso VI de León y Castilla, que no podía asegurar su defensa. Lo compuso, con toda probabilidad, el propio Jerónimo de Perigord o su cabildo catedralicio, y lo suscribió Rodrigo Díaz el Campeador de su puño y letra, confirmando el diploma con la fórmula
ego ruderico, simul cum coniuge mea, afirmo oc quod superius scriptum estSe evoca en el diploma la reciente victoria del Campeador en Cuarte de Poblet el 21 de octubre de 1094 contra los almorávides, mandados por Abū ˁAbdallāh Muḥammad ibn Ibrāhīm ibn Tāšufīn, sobrino del emir Yusuf ibn Tasufin, como una gesta extraordinaria y difícil de creer, por la rapidez en conseguir la victoria y por la ausencia de bajas cristianas ante un número extraordinario de musulmanes:
yo Rodrigo, junto con mi esposa, firmo lo que arriba está escrito
tras vencer increíblemente y sin sufrir bajas a un ejército innumerable de almorávides y otros infieles de toda España [andalusíes]...La consagración como templo cristiano, a la que se refiere el texto del documento, debió de producirse en 1096. Sin embargo no se instauró como sede episcopal, tras el nombramiento del francés Jerónimo para regirla, hasta la fecha de este diploma, que forma parte de los actos jurídicos que comprenden la creación del nuevo obispado.
El Campeador recibe en el documento los ostentosos apelativos de «excelencia» y «sublimidad» (nostra excellentia y sublimitas nostra), que se aplicaban entre los francos a dignidades imperiales, y en el Imperio bizantino a papas, reyes y grandes potestades, aunque se evita usar los tratamientos regios leoneses y castellanos de la época y solo recibe el título de princeps, lo cual significa, en este contexto, que regía un señorío independiente, casi de rey. Podría establecerse un paralelo con la misma dignidad de princeps que se aplicaba desde el siglo XI al conde de Barcelona, que este mismo año contraía matrimonio con María, una de las hijas del Cid, en la persona de Ramón Berenguer III el Grande, mientras por su parte Cristina, su otra hija, lo hacía con Ramiro Sánchez de Pamplona, nieto del rey García III el de Nájera y padre de García Ramírez, el restaurador de la dinastía real navarra. Esta política matrimonial sin duda responde a la voluntad de consolidar el principado de Valencia al emparentar a sus herederas con las más altas potestades cristianas. La frase del Cantar
oy los reyes d'España sos parientes sonsí respondían a una realidad histórica a la altura del año 1200, en torno al que se compuso el poema épico, pues numerosos descendientes del Cid llevaban en sus venas sangre regia.
a todos alcança ondra por el que en buen ora naçió
hoy los reyes de España sus parientes son,
a todos alcanza honra por el que en buena hora nació
vv. 3724–3725
Según señala Georges Martin en su artículo de 2010 «El primer testimonio cristiano sobre la toma de Valencia (1098)»
Rodrigo ejercía en el territorio valenciano, tanto sobre su suelo como sobre sus hombres, derechos tan completos como los que detentaban los soberanos leoneses y castellanos.Es notable que no se nombre en absoluto al rey Alfonso VI en el documento, ni siquiera al fecharlo, cuando era costumbre en ese momento indicar allí quien era el monarca reinante; y sorprende también que no se mencione la dependencia del obispado valenciano del primado de Toledo, regido por Bernardo de Seridac, quien tampoco se registra, pese a que, según nos transmite Jiménez de Rada en su De rebus Hispaniae, Jerónimo de Perigord era uno de los prometedores monjes franceses que Bernardo de Toledo, recién instituido arzobispo de la cristiandad en la Península, había elegido para introducir el rito romano en la iglesia hispánica que hasta ese momento seguía la tradición denominada visigoda o mozárabe. Más bien al contrario, se incide en que Jerónimo había sido consagrado en Roma, adonde viajó en 1096 o 1097, por el papa Urbano II mediante un «privilegio especial», lo cual hace suponer que lo normal habría sido serlo por el arzobispo de Toledo e indicaría que la sede valenciana se erigió como sede apostólica plenamente autónoma.
La idea de Reconquista no es la única que se muestra fehacientemente en el diploma de 1098. También se advierte un prístino espíritu de cruzada contra el infiel, por las mismas fechas en que la Primera de las convocadas para conquistar los Santos Lugares conseguía sus objetivos. El Estado cristiano que en el Próximo Oriente se estableció se puede asimilar en el ámbito local hispánico al que el Cid consiguió mantener en el principado valenciano. Se trata, en los dos casos, de territorios aislados en tierras musulmanas, cuya conquista se llevó a cabo debido a una consciente voluntad de recuperación para la religión cristiana de unos espacios que se percibían como sustraídos en otro tiempo al dominio de la cruz. Las alusiones del diploma a la antigua Hispania goda arrebatada por los agarenos hacía casi cuatro siglos y la evocación de la pérdida de esta por el último Rodrigo, que sería redimida por este nuevo campeador, hacen patente que a fines del siglo XI, al menos en el discurso eclesiástico oficial del principado de Valencia, la figura del Cid se consideraba con plena conciencia inserto en esta tradición mesiánica reconquistadora y evangelizadora. Puede que fuera distinta la motivación del propio Rodrigo Díaz en sus campañas cotidianas, urgidas por la necesidad de ganarse el pan de un caballero desterrado, pero al fin y al cabo se trataba de un aristócrata altomedieval, que no podía menos que desempeñar el papel bélico que le tenía asignado la rígida estructura social de un mundo feudal estratificado en productores, ideólogos y defensores.
La conclusión es que está superada la visión de un infanzón elevado a la condición de héroe nacional castellano por la sola fuerza de su brazo, buen vasallo sumiso al rey, propagada por Menéndez Pidal y el Cantar de mio Cid. El concepto del rey como señor natural, que aparece en el siglo XIII y ya se aprecia en el Cantar, por el que los naturales de una tierra lo tendrían siempre como rey por encima de vínculos feudo-vasalláticos y su aplicación al Cid, que serviría a su señor natural a pesar de que los lazos feudales habían sido rotos por el destierro, y cuyo esfuerzo se dedicaría principalmente a hacerse perdonar por su señor natural, el rey de Castilla, no es aplicable a la segunda mitad del siglo XI, época en la que no era funcional la idea de señor natural, de rey de la tierra donde se había nacido. En la peculiar sociedad feudal hispánica se establecían complejas redes de relaciones y alianzas, que podían incluir, como se aprecia en la historia, el servicio de magnates cristianos a reyes taifas, o la guerra contra intereses de señores de la tierra natal propia. El Rodrigo Díaz histórico fue fiel a sus señores musulmanes de Saraqusta y asoló las tierras riojanas de Alfonso VI. Pero esto no significa que Rodrigo Díaz fuera el mercenario apátrida de Dozy, vendido al mejor postor y sin más aspiración que el medro personal.
Un Campeador respetado por cristianos y musulmanes como prodigio de su tiempo, invicto príncipe y conquistador de la opulenta Valencia, escindido según la ocasión entre ideales mesiánicos y pragmática de superviviente, se ajusta mucho más a la realidad que las visiones antagónicas que generaron enconados debates en el pasado.
Tras casar ventajosamente a sus hijas e instituir el obispado en su rico señorío de Valencia, Rodrigo Díaz, el Campeador, muere, sin que conozcamos la causa cierta de su deceso, el verano de 1099.